miércoles, 21 de septiembre de 2011

Un salón de pasos perdidos

Circunstancias profesionales -derivadas de alguna injerencia caciquil-, me llevaron a formar parte del mobiliario de oficina de un salón de pasos perdidos. Uno de esos salones con varias puertas que a diario le estrechan el pomo a un puñado de electos tipos importantes. Y allí, observado por los personajes de un imponente cuadro que escenificaba un hecho histórico, tuve tiempo y ocasión de presenciar, cual mueble ilustre, una serie de acontecimientos, cuando menos, curiosos.

Lo primero fueron dos individuos que parecían asesorar a un cacique (el amo, que no el jefe), sobre lo que tenía que decir a la prensa de no sé qué vacío legal en un tema concreto y algo de un conflicto competencial entre tribunales, o sea, intentaban ponerle un remiendo antes del roto para que éste, cuando fuera a mentir en público esta tarde, no diera la sensación de ser hermano de Pinocho. 

Llega el Jefe (que no el amo) al salón y se percata de mi presencia, saluda cordialmente y es correspondido. Da alguna instrucción a la que supongo una de sus secretarias y se mete en su despacho. O debería decir Despacho. Antes de eso se cruza con las dos ratas de biblioteca juristas y éstas se doblan como alcayatas para darle los buenos días.

Llega un tipo aparentemente cualquiera y dice “Quiero hablar con el Jefe”. Hábilmente, la secretaria y un funcionario con una nariz de tres metros le responden que no está, que acaba de salir, que otro día llame antes por teléfono. El ciudadano se va sin más.

Aparecen entonces tres tipos, los tres vestidos impecablemente y con rostro serio, cada uno con su maletín. Éstos no debieron verme. Abre la puerta de su despacho el Jefazo y esta vez es él el que se dobla como una alcayata ante los tres. Estos tienen pasta seguro. 

Y por último, a algo gracias, se pasea por el salón un individuo pegado a un teléfono móvil. Este debió confundirme con uno de esos caramelos que había sobre la mesa para amenizar la espera, porque siguió hablando como si allí no hubiera nadie. El tipo le decía a su interlocutor que por la tarde el Gobierno daba una rueda de prensa no sé dónde,  que le interesaba que se mandara a alguien para que cubriera la noticia “con cariño”, dijo. El del otro lado de la línea le dijo que ya mandaría a alguien, parece. “Ya, pero no me mandes a cualquiera, mándame a alguien de los buenos”, dice. Caramba. ¿Qué querrá decir “de los buenos”, si es un periodista? Está claro. “Es que -sigue el tiparraco-, al Jefe, al Cacique y a Fulanita les interesa mucho que esto salga bien, porque es un producto estrella, me entiendes, ¿verdad?”. Luego se despide de manera pegajosa y acaba diciéndole "si necesitas algo ya sabes".

Al final piensa uno que así estamos. Al día siguiente veo en la prensa su producto estrella. Que si los políticos van pidiendo favores a periodistas “de los buenos” para lanzar “un producto estrella”, no puede haber mucha compatibilidad con el interés general ese que abanderamos. 

Indignante, vaya.

lunes, 5 de septiembre de 2011

ANTIDISTURBIOS

Acabo de charlar por teléfono con mi amigo Miguel, un asturiano que, además de ser policía nacional, está destinado en la IX Unidad de Intervención Policial (los antidisturbios).

Le pregunto por las últimas movidas y me cuenta que la cosa está más tranquila, que hace ya días que volvió de Madrid a su patria querida, pero que aún tiene, él y todos los de su grupo, orden de estar pendiente del teléfono, por si hay un nuevo brote descontrolado de indignación popular.

Atrás quedaron para Miguel los interminables días en la capital sin apenas descanso, donde sabían a la hora que tenían que entrar a trabajar pero no la hora de salida, que nunca llegaba antes de doce horas después de su inicio. Y después de un día, otro. Y para descansar, me dice, venía el jefe y le decía “tú mañana te metes en medio de la plaza vestido de paisano, a ver qué tiene previsto esta gente”. Para descansar.

Y es cierto que no vestir de uniforme le suponía un descanso, a pesar de seguir trabajando, ya que la mayoría de horas se las pasaban metidos en una furgoneta sin poder salir ni a orinar. Porque, según los jefes, no interesa que se vean antidisturbios paseando por ahí. Así que, el que quiera estirar las piernas, ya lo hará cuando le toque estar de pie, que de eso se va a cansar.

Estar de pie significaba formar líneas para que grupos de personas no pudieran acceder al Congreso, a la Plaza del Sol o a donde fuese, lo que daba lugar a situaciones poco propias de algún demócrata pero muy suyas de un Estado de Derecho, por lo que parece. Era muy frecuente, me cuenta el compañero, que los primeros “indignados” de la multitud se sacaran el miembro y orinaran bien cerca de los agentes, incluso en algún caso llegando a mearse literalmente en las botas de alguno de ellos, con la orden estricta de aguantar hasta chuzos de punta. A eso se le llama meársete encima y decirte que llueve. Eso sí, el señor que mientras se la sostiene con dos dedos grita “estas son nuestras armas”, hace una pausa en su vocerío y le suelta al policía que dónde está su número de placa. Que tiene la obligación de llevarlo visible. Que hay un código de ética que le obliga. Caramba.

Y que un meón envalentonado por la masa nos hable a los policías de códigos de ética es bien parecido a que nos hable de indignación con el sistema. A nosotros, que nos han rebajado el sueldo mucho antes de darse cuenta de que hay administraciones que no sirven para nada, por lo visto. A nosotros, que nos acusan libre y gratuitamente de agredir y apalear a niñas indefensas, discapacitados o abuelos porque no van a misa los domingos. A nosotros, que nos acusan de torturar por sistema sin que nuestro ministro salga en nuestra defensa. A nosotros nos vas a preguntar que qué es poesía.

No es agradable para nadie presenciar el patético espectáculo del uso de la fuerza, por legítimo que sea. Y cuando se habla de antidisturbios, aún menos. Pero ocurre que a veces es necesario. No se puede consentir que un grupo de personas quiera acceder al Congreso porque ellos lo han decidido en asamblea. O que se impida el acceso a los diputados al Parlament de Catalunya, por ejemplo. Y en eso, mi amigo Miguel es todo un “don Pelayo”, porque cree que defendiendo las Instituciones trabaja por la Democracia. Aunque él y los suyos tampoco se sientan representados, a menudo.

martes, 23 de agosto de 2011

Piratas de mercadillo

La venta de cds piratas, bolsos, cinturones, relojes y otros objetos falsificados es una conducta tipificada en el código penal. Así, dependiendo del importe al que ascienda la estafa, puede ser una falta o un delito. Y no es por lo horteras que puedan resultar los cinturones Armani, sino porque podrían ser delitos contra la propiedad industrial de los Tous, por ejemplo. O contra la propiedad intelectual en el caso de los cds. Sí, sí, intelectual le digo, aunque sea una copia de un cd de La Húngara.

Personalmente (y que me perdonen los Estopa), no me sabe mal que un grupo de senegaleses frecuente los mercadillos semanales de los municipios intentando ganarse cuatro chavos vendiendo estas baratijas a chonis y canis, pero ahí no sólo empatizo con los subsaharianos, sino también con los currantes que sudan sangre desde muy tempranito montando y desmontando sus paraditas a diario y a los que no creo que les quede demasiado beneficio después de pagar religiosamente lo que cada Ayuntamiento les pida.

Así pues, entiendo que la presencia policial en esos recintos debe ser disuasoria en este aspecto, de manera que cuando el moreno que canta el ‘agua’ observa una patrulla a pie, sus colegas ya han tirado de la manta y ahuecado el ala.

Pero hay cosas que no se pueden permitir. Que un paisa pase de todo te obliga a identificarlo y a proceder como manda la ley. Y es en esas cuando sus hermanos te ven quitarle los gallumbos Calvin Klein de a 3 euros el ‘puñao’ y salen por patas, sin importarles arrollar en su carrera (nadie les persigue), a una mujer mayor y a su marido que han salido a comprar algo de fruta, como todos los martes. Eso sí que no, compañero. Ahora toca hacer sitio a la ambulancia y esperar que no se hayan roto los abuelos ningún hueso.

A todo esto, mientras los africanos gamban mirando hacia atrás, la gente que se divierte y jalea. “Que se te escapa el negro”, nos dicen. “Agente, cómprame una caja de tomates y al que corra, Zas!, tomatazo!”, me suelta un tendero. A los abuelos arrollados no les hace tanta gracia. Después, cuando se acaba el numerito, clientes y tenderos nos dicen que no tenemos vergüenza, que mira que ir a por los pobres morenos, con la de chorizos que hay por ahí, que mira la que hemos liado, que la culpa es nuestra, que los chavales se están ganando la vida…

A mí, de ser tendero en un mercadillo, no me gustaría que alguien vendiera a mi lado sin pagar los impuestos que yo pago. A mí, de ser el hijo de El Fary, no me gustaría que vendieran mis cds piratas. A mí no me gustaría que un grupo de personas que huye de la policía arrollara a mi madre y la mandara al hospital, por leve que fuera la caída.

Indignante.